Mis duendes

Mi abuelo Mauro me contó una vez que cuando era pequeño vio a una duende. Se sentó cerca de la ceniza de la cocina de su casa y con sus manitas tomó una tortilla quemada que aún quedaba en la plancha de barro. Cuando él la vio, la duendecita lo observó y le sonrió. Él lo que más recordaba era que no tenía dientes. Toda aquella escena trascendió en El Divisadero, Morazán. Hace al menos 100 años, porque mi abuelo en este momento estaría por esa centena de años.
En cambio yo, me he encontrado con sucesos parecidos en los que los elementales y duendes parecen siempre estar. Creo en los duendes y por eso los buscaba en el jardín de la casa de mi abuela tras oír aquella historia. En muchas ocasiones no sé si la imaginación me traicionó o fue mi cómplice.
Quizá el recuerdo más claro que tengo aconteció cuando vivía en la Zacamil, tenía unos 7 años. Una calle que estaba bajo el optuple donde estaba mi apartamento era de tierra y se convertía en un río de lodo. A lo lejos en medio de la tormenta observé diminutas criaturas que surfeaban en aquel caudal. Subían y descendían en aquel turbulento río de cocoa hasta desvanecerse y reaparecer saliendo a tierra. Eran seres de agua que los veía sorprendido, mientras la lluvia teñía mi ropa y me peinaba.
Después, las historias de duendes solo las he encontrado en los libros, en la tele y ahora en streaming. Sin embargo, uno de estos días tuve un día con mi tío Yomar, conversando y conversando. Poniéndonos al corriente de El Salvador y el mundo y de pronto me acercó a donde estaba el viejo baño en la casa de Tonaca y de ese cuartito oscuro me arrojan una pequeña guayaba y veo la diminuta figura de sombra correr rumbo a la oscuridad y difuminarse, para recordarme que siempre están ahí. Solo es necesario saber observar.


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