Una luna eterna y sin medida

Por Mauricio Vallejo Márquez
La marea es regida por la luna. Desde que el mundo existe nuestro satélite resulta la brújula y la plomada de lo tiempos, rigiendo el estado de ánimo de los mares, el ciclo de los cultivos y los calendarios de judíos y musulmanes. La luna es un símbolo amado y lleno de respeto.
En San Salvador tenemos una luna que como el astro que se yergue en el cielo, se convirtió en el estandarte de múltiples disciplinas artísticas. En ella muchos neófitos aprendieron a profecionalizarse y a crecer, mientras que los mayores continuaban su camino. Otros, los amantes del arte, acuerparon ese tesoro que requiere siempre del colectivo para sobrevivir. Y la Luna se convirtió en Casa, en el hogar para que en sus mesas fueran surgiendo poemas, canciones, cuentos, teatro, danza, fotografía, pintura, cine. Se transformó en el génesis de las artes en El Salvador y en el lugar en el que se centró el movimiento cultural de 1992 a 2012.
No escribí mis primeras líneas en sus mesas, pero ahí surgieron muchos escritos e ideas que con el tiempo fueron tomando vida. Disfruté sin duda su entorno y su gente, sus habitantes asiduos que todos los días le daba ese condimento especial a un lugar.
Acostumbraba a llegar por las tardes junto a Rafael Mendoza López y allí encontrábamos a Pedro Portillo, que no sólo tocaba para la Pepa, también leía las manos y las cartas. En ese entorno rodeados de figuras, de lunas, de azul, blanco y negro dejamos que las tardes se convirtieran en noches y esas noches fueran como el establecimiento: lunas eternas.
Conocí mucho más de la historia de nuestro país e incluso acuerpe en su momento la iniciativa de La Luna del Centro, cuando el establecimiento de la Calle Berlín abrió su filial en pleno Centro de San Salvador.
Después mis visitas fueron mermando y llegaba más a los eventos de poesía, que en un principio eran coordinados por el Taller literario El Cuervo, donde convergieron tantos poetas que llenaría muchas hojas enumerándolos. Ahí fui creciendo, así como mis coetáneos, hasta que un día la Luna era un lugar de nombre, de referencia porque la distancia, las fronteras y las ocupaciones me fueron alejando.
Cuando la Luna, Casa y Arte cumplió 20 años, la visita del poeta hondureño Fabricio Estrada nos regresó a nuestra esencia, y en un recital en el que se reunió a la mayoría de poetas de la generación de posguerra volvimos a ser habitantes de la Luna, volvimos a alunizar y sentimos que el tiempo fue un sueño y que nuestra realidad estaba entre esas paredes, en esa música de fondo que rompe con todo lo que está afuera, esas formas que recuerdan al burlesque francés, el Dadá de Tristán Tzara, al surrealismo. Y sin importar las influencias es un entorno tan original que sólo Beatriz Alcaine puede brindar. Pasamos en ese momento a llamarnos Lunáticos porque habitamos ahí, porque nuestros versos surgieron en esas mesas y ese referente nos dio un lugar para sentirnos ciudadanos de ese mundo que algunos llaman locura y nosotros le decimos su nombre: arte.
Es posible que en septiembre de 2012 despedimos la Luna Casa y Arte, es posible que le digamos adiós a ese local mágico que relacionamos con la música, la literatura y el teatro. Sin embargo esas horas que llenamos sus sillas, que nuestros oídos guardaron sus sonidos. Y cada uno de nuestros sentidos se hicieron parte de ella. La Luna Casa y Arte habita en nosotros para siempre, llenando en nuestras mentes una luna eterna y sin medida que cuenta un poco de lo que somos, de lo que fuimos. La Luna es parte de nuestra historia, y la historia si se conoce nunca muere.

Extraído del Suplemento Cultural Tres Mil, sábado 29 de septiembre de 2012

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