No entiendo los domingos

No entiendo los domingos. No me cabe en la cabeza pasar toda la mañana en la cama, arrugar las sábanas y sentir que el cuarto va espesando el aire y los olores. No me parece lógico abandonarse hasta que el dolor de estómago advierte que hace hambre y que ni modo se debe salir del nido. Mucho menos pasar el día sin darme un baño o cambiarme la pijama.
Y comenzar el ritual de correr las cortinas, abrir las ventanas y darme cuenta que el domingo es igual que cualquier otro de la semana. Lo único que difiere es la levantada tarde, que te da hasta dolor de cabeza por haber pasado tanto acostado y si tienes oportunidad: tu día libre.
Quitando lo demás, yo trabajo los domingos. Seguro eso me hace ver el día de otra forma  comprender que la gran magia del domingo es el ocio, el momento de descanso y recreación, de restaurarte.
El ocio y la pereza no van bien. Se te escurre la vida como las prendas que dejás secando en el patio tras lavarlas a mano. Poco a poco gotean hasta quedar secas. Entonces, valoro el ocio como una oportunidad para crecer, para hacer lo que me gusta, para ver las cosas que no puedo ver cuando estoy ocupado, el día en que más aprendo. Y gracias a ello me percato que a veces estamos tan distraidos haciendo lo que no queremos, hacemos enormes esfuerzos para cansarnos tanto y al final de la jornada solo quedarnos viendo la tele o perdidos en las redes sociales sin hacer lo que de verdad queremos.
Recuerdo como un talentoso joven ajedrecista me decía que se dedicaría a plenitud al ajedrez cuando se graduara de la universidad. Se graduó y jamás volvió a jugar.
La vida avanza y si no hacemos nunca aquello que deseamos, simplemente será como haber pasado todo el domingo en la cama. No podremos dormir por la noche y el lunes se sentirá pesado.


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