Los pájaros y la tarde
por Mauricio Vallejo Márquez
Me gusta escuchar a los pájaros. Cuando el sol comienza a ocultarse el sonido es más sostenido y a veces me da la impresión de que habitamos en un mundo diferente al que debimos de habitar. Los pájaros no llegan a callarse por completo, continúan y así oigo a todos los tipos que están cerca: zanates, pericos y de seguro algún otro que no alcanzo a distinguir, aunque principalmente son pericos, como los que escuchaba cuando niño y que por algún tiempo dejé de escuchar. Es curioso, pero no importa que la ciudad avance, aún hay pájaros para escuchar y eso en verdad es tan hermoso como ver el ocaso. Después llega el silencio y el turno de los grillos que hacen la noche más reposada.
Cerca de mi casa un señor le arroja, todas las mañanas, comida a las palomas y estás como una ola se alzan cada vez que pasa un carro o que alguien se acerca mucho a ellas. Luego las puede ver sostenidas en el tendido eléctrico y aguardando, sí, aguardando a que ese señor vuelva y arroje migas de pan, maicillo, quizá arroz. En la tarde repite la faena. Luego vuelven al cielo y se van, pero vuelve y se van.
La calle nunca deja de contenerlas, mientras nuestro espíritu apenas vate las alas sin poder volar.
Me gusta escuchar a los pájaros. Cuando el sol comienza a ocultarse el sonido es más sostenido y a veces me da la impresión de que habitamos en un mundo diferente al que debimos de habitar. Los pájaros no llegan a callarse por completo, continúan y así oigo a todos los tipos que están cerca: zanates, pericos y de seguro algún otro que no alcanzo a distinguir, aunque principalmente son pericos, como los que escuchaba cuando niño y que por algún tiempo dejé de escuchar. Es curioso, pero no importa que la ciudad avance, aún hay pájaros para escuchar y eso en verdad es tan hermoso como ver el ocaso. Después llega el silencio y el turno de los grillos que hacen la noche más reposada.
Cerca de mi casa un señor le arroja, todas las mañanas, comida a las palomas y estás como una ola se alzan cada vez que pasa un carro o que alguien se acerca mucho a ellas. Luego las puede ver sostenidas en el tendido eléctrico y aguardando, sí, aguardando a que ese señor vuelva y arroje migas de pan, maicillo, quizá arroz. En la tarde repite la faena. Luego vuelven al cielo y se van, pero vuelve y se van.
La calle nunca deja de contenerlas, mientras nuestro espíritu apenas vate las alas sin poder volar.
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