Canelo

por Mauricio Vallejo Márquez

Canelo se llamaba. Era un perro de ojos grandes y con increíbles características de una raza indeterminada (aguacatero). Se paseaba a su antojo por la colonia, incluso con tal desenfado que parecía amo y señor, sin pretenderlo.

Vivía cerca de la panadería y sabía a qué horas le brindaban un mendrugo de pan o una caricia.
Raramente lo vi sacando la lengua o haciendo algún gesto curioso. Vivía en la casa de Ronald, donde nunca pasaba. Seguro que sólo llegaba a dormir, porque Canelo era un habitante de toda la colonia y de sus alrededores.

Parecía responder a los saludos con una inclinación de su cabeza. Era curioso, porque daba la impresión de que conocía a la gente y sabía ser educado y silencioso. Nunca lo escuché ladrar, pero seguro que no era mudo.

Ya son más de 20 años de esos días y hasta la fecha no he vuelto a ver otro perro igual. ¿Será porque nadie es igual a otro? Sin duda, pero es esa singularidad que aparta del resto lo que genera un recuerdo. Ese hecho de ser diferente a los otros canes fue suficiente para que no se borrará de mi mente aunque ya no lo vea deambular por las calles

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