Aventura con un poemario de Quisquinay


Por Mauricio Vallejo Márquez
Al llegar a la lectura en el colegio Guadalupano observé llegar a un tipo delgado con lentes, cabello hasta la mitad de la espalda y la barba casi hasta el pecho. Vestía una camiseta negra con una leyenda que hoy no recuerdo, se trataba del poeta guatemalteco Edgar Quisquinay.
El trabajo poético de Quisquinay es de evidente calidad. Sus versos elaborados en aparente sencillez muestran un excelente trato de las pausas y de una sencillez que se vuelve asombroso, en fin un trabajo digno de ser leído varias veces.
Mientras nos turnábamos para leer nuestros respectivos materiales saqué uno de mis libritos de Cuentos de Ocio. En el momento era difícil que nos leyeramos respectivamente, lamento no haberle puesto una dedicatoria en el que le regalé, pero ya habrán otras oportunidades para hacerlo, al menos eso espero.
Al finalizar el acto se anunció que llevaba el librito para venderlo y las chicas se acercaron para adquirirlo, mientras sucedía las alumnas me pidieron mi firma y de repente escucho a Quisquinay decir: “¿Hey Vallejo, no hay problema si firmo también tu libro, es que así me lo piden? “Claro que no hay problema”, le dije. Mientras íbamos a almorzar junto a los demás el poeta guatemalteco me dijo que me iba a regalar un ejemplar de su poemario “Visitando a Agneta Fältskog” y es allí donde está el ki del asunto. Me pidió que llegara al hotel Miramonte (donde se hospedó) y que llegara en la tarde. Pues bien, por compromisos en la Universidad o mejor dicho por un parcial no pude llegar en la tarde, pero después de tomar prestado el carro de mi mamá hice el arresto y me fui al hotel junto a mi hermana para recoger el preciado regalo. Al llegar el muchacho que atendía el mostrador me decía que no había nadie hospedado con el nombre del poeta y que si no me habían dado otro nombre. Como ya estaba en el lugar espere a que el tipo revisara las listas. Le dije que sólo había llegado a recoger un libro, porque Edgar estaba de visita en Santa Ana, bueno el tipo al fin descubrió un sobre de manila en el que el poeta había dejado el encargo a un sujeto llamado Jonathan para que le hiciera el favor de entregar “los libros”. El del mostrador me lo dio y para que no se me hiciera más tarde salí disparado rumbo a mi casa. Mientras íbamos en la avenida Bernal le dije a mi hermana que lo abriera y sorpresa: tres libros. Al revisarlos sólo uno me pertenece y los otros dos imagino que eran parte del encargo. Quise dar media vuelta, pero con lo que tenía el tanque de gasolina me exponía a quedarme por allí varado y no me quería dar el lujo de empujar el carro hasta una gasolinera porque en mi amado El Salvador está prohibido vender combustible a sujetos que porten cuchumbos u otros utensilios para acaparar gasolina. Al llegar a la casa quise hablar por teléfono, pero no quise ser inoportuno así que decidí llegar al día siguiente a dejar los libros y qué creen, pues a la mañana no recuerdo que tuve quehacer que no me desocupé hasta casi las 4 de la tarde y aún debía ir a la Universidad para otro parcial. Los libros todavía los tengo en mi casa, así que Edgar, dime ¿cómo les mando sus libros a estas chicas?
Lo bueno de todo es que puedo seguir disfrutando el poemario de un buen poeta, aunque me quedo con la pena de no poder devolverlo.

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