De regreso al micro

Por Mauricio Vallejo Márquez
Los incontables viajes en el microbús de la ruta 30-A son silenciosos, aunque en algunos, el ruido resulta de costumbre gracias al señor motorista que lleva a todo volumen algún reguetón y va insultando sin frenos a su mujer, a su suegra, a cualquier individuo o al pobre peatón que se le atravesó. En fin dentro de esos viajes entre la UTEC y mi casa siempre iba un pequeño sujeto de anteojos, cejudo y colocho que vestía camisetas desmangadas. Su nombre es Carlos Roberto Rubio Calles, pero conocido popularmente como Carlitos. Lo conocí hace dos años. Carlitos fue compañero mío en Derecho Constitucional II, desde entonces labramos una excelente amistad que nos ha hecho socios en La Fragua. Él toca la guitarra, yo leo los poemas. Pero la mayor parte del tiempo compartimos la angustia de los trabajos de la U, nos comemos unas tostadas de yuca (después de la respectiva “cabuda”), platicamos del mundo y sus huecos.
El mejor comprador que tuve de chocobananos (después de Jorge en la colonia) fue el famoso Carlitos que no perdía la oportunidad de encargarme un dólar a diario.
Tenía muchos años de no tener un amigo como él, quizá la madurez, el trabajo y los avatares del diario vivir no lo permitían. Luego de varios días sufriendo la cruda realidad nos dimos cuenta que la amistad es algo bueno y digno de cultivarse, además de las bendiciones de Dios al darnos la vida, techo y comida. Gracias a su insistencia empezamos una gira en el país recitando poemas junto a Gabriel Quintanilla. Nos metimos en cafés culturales, colegios, centros educativos, universidades. En todos lados vendí mi poemario El Último Salmo. Las primeras dos ediciones se agotaron y estamos pendientes de sacar una tercera, aunque aún debo saber que dirán en Argentina.
Como fiel instrumento de campaña Carlitos tocaba la guitarra de mi papá y repetía hasta la saciedad varias tonadas, aunque las que más: composiciones de Luís Enrique Mejía Godoy. Era raro cuando no nos acompañaba. Ahora ya no usará la guitarra de mi progenitor homónimo sino la suya propia, después de titánicos ahorros tiene un guitarra electroacústica que a más de alguno le da envidia. Claro que le tocó hacer el arresto de ir al centro a cambiarla porque la primera le salió defectuosa.
Cuando reparé el carro nos íbamos de regreso en el compacto Honda Civic, que fue por muchos años del Doctor Gabriel Pons, en lugar del clásico micro. A veces nos desviavamos del trayecto para devorar unas suculentas pupusas en la Avenida Bernal o incluso a comernos unos pancitos de atún en la Rayuela, hasta que arrancar el susodicho vehículo se convirtió en una hazaña y veíamos al pobre Carlitos empujando el carro con todas sus fuerzas y el muy infeliz automotor no arrancaba. La cara enrojecida y los colochos húmedos húmedos… un par de veces hasta se le empañaron los lentes. En varias ocasiones contamos con la cooperación de los serviciales salvadoreños y conseguíamos el glorioso objetivo de arrancar, pero la aventura llegó a su fin, un día el carro ya no quiso andar, así que volvimos al micro. Todavía anda el carrito, pero es mejor no arriesgarse. Espero que pronto lo llevemos al taller, aunque con los precios de la gasolina en El Salvador está difícil andar en carro porque el galón está entre $3.89 y $4.05, y eso da lágrimas pagarlo. Más con lo caro que está todo.
Y de nuevo la rutina de pagar los $0.28 centavos de pasaje, aunque el ruido es mínimo, pero la compañía siempre es amena, ahí vamos con el Carlitos hablando de la vida, del clima y del futuro. Y de vez en cuando la esperada pregunta: “¿Vallejo, cuándo arreglas el carro?” y su esperada respuesta: -Cuando tenga pisto-.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me divertí con la anécdota...así es.

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