La herencia en la noche de Vallejo
Por Mauricio Vallejo Márquez
La sala está lista.
El moisés, la mesa y la ventana aguardan la noche y el silencio.
Con la sorpresa del trueno surgen los tambores emulando los
golpes que la guardia daba en esos cruentos años en que tantos morían por amor.
Indescifrables latidos que van carcomiendo el alma ante la posibilidad de un
final. Se ve su rostro, ella tiene miedo. Observa, se lleva los brazos al
rostro, danza, se vuelve, se retrae, inunda el escenario.
Las luces intensas y azules. Entra de nueva ella, en
movimiento como el alba sobre la noche y es una luna que ilumina todo en busca
del consuelo, de ese consuelo que se da uno en la soledad, y canta al alba.
Saca de sus cajas los símbolos del tiempo para bordar un vestido con hojas y
agua que se deslizan en su propio vestido y en sus pies de agua para de pronto
no sólo conjugar el dolor de la desaparición, el temor y la esperanza en el
futuro. Vuelven a sonar cada tanto los tambores, como aquellos pasos que dieron
los soldados en la UCA aquella noche de noviembre de 1989.
Alza con su voz un vestido blanco, hecho de historia y de
nombres, y con una medalla que dice
Mauricio Vallejo, un vestido que trae palabra y encuentro que transforma y
llena. Un vestido para herencia, para ser legado de su hija. Sus ojos llevan a
la niña, brillan, sus manos alzan el vestido hasta colgarlo en el muro, en la
vida, como si fuera un estandarte.
La herencia es universal, la herencia de todos y tiene un
nombre la persona que la labra, tras verla, entre palabras y escenas: Dinora
Alfaro. Y nos lo mostró como una primicia en el Centro Cultural El Mesón, Tonacatepeque.
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