La partida de ajedrez

Por Mauricio Vallejo Márquez

La luna era una inmensa bola de billar en el cielo ennegrecido. Los sonidos de la noche simulaban una impresionante sinfonía de Wagner. Antonio se presentó a su acostumbrada cita de las once y media de la noche, apostando todo frente a la página en blanco. Frente a él estaban los lapiceros en desorden y sus ojos angustiados se clavaron en el papel. El acto rutinario de no dormir por las noches había hecho en su rostro un sinfín de líneas muy notorias, bolsas en los ojos, lunares y verrugas horribles.Lo único que importaba a esa hora era la página en blanco. Y con una mueca que quería ser sonrisa se dedicó a ahuyentar a sus fantasmas y comenzó la desgastante tarea de la imaginación. Tenía que escribir en esa página un artículo para el matutino de mayor circulación de su país. La página en blanco era torturante, pero a la vez el lienzo en que “liberaría a sus demonios”, al igual que Hemingway. Eso decía la frase escrita en un cartel con la figura del Nobel estadounidense, junto a otro de Edgar Allan Poe y su maravilloso poema “El Cuervo”. Volvió su rostro, observó sus libros y se preguntó: “¿Cuándo podré escribir como ellos?”.
Habían dado las tres de la mañana y la página en blanco continuaba intacta, tan virgen como la profundidad de la selva del Amazonas. Antonio tenía la cara deformada a causa de la desesperación. Todo intento en ese momento parecía inútil. Los recuerdos fueron siempre los fantasmas que atormentaron su vida. Esa noche uno de ellos cruzó por la mente de Antonio: la partida de ajedrez que el viernes pasado sostuvo con un viejo colega.En esa ocasión entre risas y sorbos de café conversaron:--Una partida de ajedrez sirve para relajar la mente. –dijo el viejo colega----No, cuando la derrota es inminente. --Contestó Antonio--.Y guardaron silencio.La partida se inició con un movimiento del peón rey, a lo que el rival de Antonio contestó con una Defensa Caro-Kann, variante del ataque Panov. La partida se desarrollaba en una posición semiabierta, aparentemente ambos estaban muy parejos, pero no era así. Antonio era más seguro, tenía la ventaja de sentirse superior. El conocimiento de la teoría de L. Pachman, por la que se consideraba un jugador de ajedrez casi invencible, lo hacía subestimar a sus rivales. Antonio era un campeón de ajedrez. Frente al tablero sus ojos se movían con una pasión aparentemente
equilibrada, estudiaba con detención cada uno de los posibles movimientos de su adversario. Estaba seguro de su victoria. El tablero de ajedrez comenzó a quedarse sin piezas hasta que el rey blanco fue arrinconado. Antonio tenía una pieza menos y a su rey en peligro. El rival de Antonio, con un movimiento de dama, puso en jaque al rey.
Antonio suspiró , y dejó de pensar en la partida, la página aún estaba en blanco. Por un momento se preguntó “¿qué hice mal?”. Comenzó a escribir y las horas pasaron. Llegó el sol y con hilos dorados acarició el rostro de Antonio. El silencio había sido interrumpido por el canto de los pájaros. La mañana como una niña inquieta comenzaba a hacer de las suyas. Antonio ya despierto observó las páginas que escribió durante la madrugada, tomó una de ellas y la leyó para asegurarse de que los párrafos estuvieran bien escritos:“ La partida parecía perdida, pero Antonio, muy concentrado, no cedió. Cuando su adversario, creyéndose vencedor, bajó la guardia, el campeón logró recuperar su posición y ganó la partida con un jaque mate de alfiles al rey negro. Luego miró el tablero de ajedrez con cierta inquietud… ”Apartó su vista de la hoja y dijo:--Sabía que le había ganado.

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